ARRASTRADA
Por La Joven J*
“Un mecena y un traidor
y en la mesa un servidor
sin saber qué va a pasar”
Rosario Smowing
Cuando Cristian llamó, me asombró. Justo a mí elegirme. Yo le dije, pero él no quiso oírme, que el Niño C es el pop, el rock, el jazz, todo eso junto, no yo, que tuve esa infancia allá, tan pobrecita, perdida en medio de un cañaveral que nos alucinaba con sus vibraciones –en realidad, con unos silbidos sordos– en los días de viento. La má salía a tender la ropa. Nosotras la mirábamos por la ventana y el cañaveral inmóvil producía gritos insoportables. Por eso poníamos la radio para aguantar el paisaje. Esa fue nuestra única colección musical. Un poco de cuarteto, unos hits gastados de los ‘70 que se repetían monótonos cada mañana. De ahí que mi cultura musical es la pobreza misma, la pobreza de un pueblo perdido allá en una llanura que nada dice más que de la soja y su muerte. Nunca pudimos comprar discos, ir a recitales como los otros chicos del pueblo. Lo que tenía a disposición era la biblioteca municipal. Ahí encontraba libros que eran lo único que me desconectaba un rato de la pobreza y gratis, porque nada que no fuera gratis podría habernos llegado. A la má apenas si le daba para el guiso y el pá se tiraba todo en el boliche, a puro vino. Claro que esa es la razón por la cual no soy música. Si no, ya estaría sobre los escenarios. Me sentiría Thalia, la Oreiro, quién sabe. Pero la música, generalmente, me aburre. De ahí mi desconfianza en la propuesta.
Pero el mecenas, ése, sí, que se llama editor, fue contundente: –Andá vos, porque el Niño C tiene que ir a la presentación de un libro. O sea, que fui un descarte. Sin embargo, ahí me vieron, agarrada a mi pobreza musical, a mi sordera, en medio de un recital gracias a un trabajo por encargo –mi primer trabajo por encargo. Según Cristian, el villano que lo sostiene todo, tenía que ir y escribir algo. Me daban dos entradas y un voucher (después él me pagaba más). Y largó que si quería que saliera mi libro, mejor que fuera. La amenaza que nunca maquilla. Tuve que aceptar. Además, escribir algo por un poco de plata, ¿cuál es, si después de todo lo que más importa es sobrevivir de lo que uno hace? Y no soy la primera en decirlo. Que los demás hagan escuelas e imposten poses heroicas, yo soy una rastrera y me importa un carajo.
Tuve un primer problema apenas acepté: ¿cómo se supone que una debe vestirse para ir a un recital? Pero lo resolví simple: agarré un bolso y puse tres mudas de ropas (una hippie, una top para la noche y otra rollinga). Yo fui un poco cheta, un poco rea –algo medianamente neutro y medio mersa pop. Una remera colorinche, un jean y mucho brillo. Sandalias y rush fucsia. Cuando llegué al bar Pugliese, el peso del bolso me estaba destartalando el brazo. Me di cuenta de que lo había llevado para nada, porque mi look neutro era más o menos el del lugar. Un solo detalle desajustaba todo hasta el contraste. Las chicas carecían de maquillaje, estaban a cara lavada. Me sentí la oveja negra con mi boca resaltando en el espacio. Me fui al baño, que encima tiene las piletas y el espejo comunitario, fuera del baño propiamente dicho y ahí todos me vieron sacarme desesperada el maquillaje. La cara me quedó apenas, pero apenas, marmolada, porque si bien había llevado ropa, no tenía una crema para limpiarme bien y el agua había hecho un desastre. De todos modos, con insistencia, bastante papel y fricción quedó. Algunas zonas oscuras, otras coloradas y nada más. Lo primordial había sido sacarme el rush. Por lo demás, pasaba por una darky más, de esas que cada tanto se escondían por los pasillos. Apenas terminé, me di cuenta de que la iluminación opaca, con unas telarañas impresionantes, iban a ayudar a ocultarme lo suficiente como para pasar desapercibida. Y así fue.
Cuando estaba en la pista, preparada para aburrirme como una tortuga por mi pobreza musical, el mural iluminado de Pugliese, colorinche como mi ropa, me camufló, porque apenas un halo mortecino circulaba y me perdí en las lucecitas azules que giraban sobre mí como estrellas cinéticas. Fui hasta la barra y pedí lo de siempre. Un Whisky. Eso fue raro, porque ni bien el barman me pasaba el vaso, en el escenario bajaba la orquesta. Era Rosario Smowing y el Casanova, voz del grupo, traía en la mano un vaso de whisky, a pura exagerada e histriónica gesticulación. Parecía una caricatura borracha a la que se le escapaba el vaso. Ahora, yo, ¿por qué elegí el whisky como bebida favorita? Siempre supuse que era para contrastar con el gusto borracho del pá, que se perdía por el vino y decía que el whisky era para maricas. Pero esa noche fue para otra cosa. El bolso me pesaba, la verdad, pero apenas arrancó la música con esa letra que decía algo así como “no habrá estribillos tristes ni versos de compasión” me perdí en un imán de baba. Cada vez que Casanova sacaba una copa de whisky como de una sombra imaginaria de la escena yo pedía otro y otro y otro whisky más. Algo empezaba a circular. Un canto. Una. Mezcla. Un. Poco de. Jazz. Otro de. Pop. Otro de. Rock. Una. Mezcla pop jazz rock y hasta algo. Sí. Tropical a veces. Era una sinfonía que con las luces ahí arriba, los vientos que sonaban y que no eran el cañaveral de la infancia, no, eran los saxos, las trompetas, los clarinetes por los que pasaban los cuerpos. El cuerpo del Casanova que parecía una extensión de los vientos, una rama sacudida en el vacío del smowing con los brazos sobre su cabeza y estirados, angulosos, elásticos. Los cuerpos de él, de la orquesta, de los groupies en la pista también una extensión de los vientos, sacudidos, arrastrados por el aire, como si la pista fuera de aire y nada hubiera, nada que nos detuviera. Ni el Whisky que. Ni el bolso que ahora. Nada. Un mecenas y un traidor. Todo por el mecenas y el traidor que ahora. Nos perdíamos en un aullido, arrastrados por los vientos, en su ritmo, a puro grito, como mi vaso en su vaso de whisky en la pista. Eso. Ramas sacudidas como si una Bestia poderosa nos obligara al goce de los vientos. Ahí, enfrente de la escena que. Ahí que. Enfrente de un espéculo en los vasos. Ahí. Fui. El bolso perdido y pisado en medio de una multitud, la ropa tirada, rota, yo arrastrada, arrastradita por la Bestia. Sí. Yo. Aunque un mecena y un traidor. Aunque la pobreza que creíamos que iba a aburriri. Y no. La Bestia del smowing con pasos volátiles. En el escenario y en la pista. Sí. Fuimos. Gracias al mecena y gracias al traidor. Esa noche fui. Fuimos la. Fuimos. Sí, la Bestia incontrolable y auténtica. Fui la música.
*La Joven J es una creación de Cristián Molina. Como El Niño C publicó el libro Blog. Entre otras cosas participó de la Antología "Ficciones para una nueva narrativa" de Ed Baltasara.