Literatura

Entrevista a Juan Vitulli y un fragmento de su cuento Interiores

LA BIBLIOTECA SALVAJE
18 de julio de 2023

 

El pasado 3 de mayo la editorial Beatriz Viterbo presentó en la nueva Librería Municipal EMR Interiores, de Juan Vitulli. El libro contiene 9 relatos y no pocas peculiaridades: es el tercero publicado por un escritor joven que recién comenzó a escribir en 2018; se publica en Rosario, ciudad de nacimiento del escritor, pero el libro, y la obra completa de Vitulli se escribe en Indiana, Estados Unidos. Allí vive, trabaja y, como dijo en la entrevista que le hicimos en La Biblioteca Salvaje, ama.

Un escritor rosarino calibrando su literatura en Indiana, con una obra a la que vale la pena acercarse por su calidad y también por la novedad que esos corrimientos de lugar suponen: intentando penetrar eso tan local que lo rodea allá, más universal y cercanos -por extraño que parezca- se vuelven sus relatos para nosostros.

 

 

Leé un fragmento del cuento Interiores

 

No deja de ser una mañana, aunque esté en Dayton a mediados de febrero camino a la parada del transporte. Debería sentirse a gusto porque él siempre disfrutó de esta parte del día. Con el tiempo ha podido descubrir que no son la misma cosa las 7:00 am de Salto que las de Ohio. Como todas las mañanas, viajar en el bus es su mejor opción. En invierno las veredas desaparecen y caminar en la nieve se siente como andar con la arena hasta los tobillos sin ninguna playa a la vista. Tiene que gastar setenta y cinco centavos por el ticket, pero al menos se asegura llegar otra vez tibio al refugio.

Pocas personas pasan caminando junto a él. Le sigue pareciendo un enigma difícil de resolver esa nueva lengua. En la calle no parece que estuvieran hablando el mismo idioma que él se ha esforzado en aprender y que después de varios años apenas conoce. Se ha vuelto un tanto tímido por eso, se lo nota más reacio a las conversaciones o los diálogos casuales. Teme no responder de forma coherente o inmediata ante un comentario o una pregunta hecha al pasar en la vereda. No soporta que le vuelvan a hablar y repitan, muy lentamente, subrayando cada sílaba de cada palabra, la pregunta que le acaban de hacer, dándole a entender que lo creen un idiota. Un idiota que él sabe que no es.

Lo que sí ha aprendido durante todo este tiempo que lleva viviendo en Dayton son los códigos no escritos en el transporte público de Ohio. Son una serie de reglas que él comprendió a la perfección desde el primer viaje que hizo cuando recién se había mudado. La primera de estas leyes dice que el viajero no debe sentarse jamás junto a otra persona si hay todavía asientos disponibles. No importa dónde haya que bajarse, ni cuánto sea el tiempo que se permanezca dentro del bus, existe una distancia a mantener entre las personas sentadas. La segunda regla dicta que es mejor no establecer ningún tipo de contacto visual con los otros viajeros. No importa la edad ni la apariencia de quién esté sentado cerca, siempre es conveniente encontrar un punto fijo en la ventana y dejar ahí la mirada perderse hasta el momento del descenso. Él conoce estas dos leyes a la perfección.

Sentarse en el mismo lugar del bus le da tranquilidad y le devuelve también un poco la confianza en las mañanas. Su lugar preferido es un asiento doble que encuentra siempre vacío, está en la parte trasera del bus, por encima del espacio reservado a los cochecitos de bebé o las sillas de ruedas que triplican en frecuencia y cantidad a los primeros. La puerta de descenso está en diagonal a escasos dos pasos, lo que le asegura una salida rápida y sencilla. Sentarse aquí tiene cosas positivas y otras, no tanto. Como el asiento está elevado más que los demás, él tiene una posición privilegiada que le permite anticiparse a lo poco que en el viaje pueda suceder de singular. Pero al abrir y cerrarse la puerta, entra mucho más frío que en otro sector del vehículo.

Ubicado ya en su rincón favorito, sabe que esa mañana el viaje será un poco más lento que lo habitual. El día amaneció frío para todos los que viven en Dayton, sin importar de dónde vinieron ni qué desayunaron. Mucha más gente sube al ómnibus cuando el clima no acompaña. El invierno no permite moverse con libertad por esta ciudad y los que apenas se mantienen a flote se vuelven, en un espacio tan estrecho, mucho más visibles. El bus los va recogiendo en cada esquina, sacándolos un tiempo de la calle con una finalidad quizás estética planeada por algún urbanista severo. Un urbanista nacido en Ohio, claro.

Él no tiene obligación de llegar al refugio a una hora establecida, pero la rutina semanal que ahí se impone le da cierta tranquilidad, le organiza el día desde temprano, y le ayuda a acortar a veces su aburrimiento. Pero es febrero y le inquieta este día una escena que ya sabe de memoria. El bus comienza a detenerse en las paradas con más frecuencia que la habitual. No lo muestra con sus gestos, pero se pone nervioso cada vez que el motor comienza a aminorar su ritmo porque una persona en la esquina le ha hecho una seña al conductor. El vehículo se acerca al cordón de la vereda y luego se escucha un pitido constante, como si una alarma contra incendios estuviera ordenando el escape. Una larga exhalación de aire termina de abrir la puerta. El ómnibus comienza en ese momento a bajar y es como si se desinflara para poder hacerse menos alto. El chillido mecánico se repite con más fuerza. Todo este procedimiento tarda, por lo menos, unos dos minutos y el conductor no parece estar apresurado para que concluya. No hace delante del volante ningún tipo de movimiento mientras el piso del bus se nivela con la altura de la vereda. Cuando todo está alineado, puede subir la persona esperando afuera en el frío. No todos suben de la misma manera ni a la misma velocidad. Pero hoy el proceso se ha vuelto demasiado lento y lo desorienta un poco, ya que no puede calcular con exactitud el tiempo total que le va a tomar el viaje esa mañana. No se irrita, pero se mantiene tenso y cuando esto pasa, él pierde su capacidad de ubicarse en la ciudad. Por las ventanas nada se puede ver porque el frío y la suciedad están pegados en el vidrio. Si no calcula según su rutina dónde es que está en este instante el bus detenido, corre el riesgo de perderse, de olvidarse el momento exacto de su parada y así seguir viaje hacia zonas que desconoce y de dónde se le haría muy difícil poder volver a tiempo, esta vez sí, caminando y con los pies en la nieve.

Pero como los que suben en las mañanas de invierno también se repiten, eso le devuelve cierta tranquilidad. Sabe dónde está ahora el ómnibus porque reconoce a las personas que están subiendo al vehículo. Son dos mujeres muy gordas y viejas. Una de ellas se mantiene en pie junto a la parada del bus gracias a un andador, un objeto que en el pasado fue seguramente otra cosa, pero ahora le permite salir de su casa. Desde donde está sentado puede ver el esfuerzo que hace la mujer cuando trepa los escalones con las dos manos apoyadas en las barras paralelas del andador. La mujer tiene las manos infladas. Lleva dos pulseras apretadas sobre su muñeca reumática. La mujer va marcando el ritmo de su ascenso cuando levanta el andador y lo hace detenerse en el siguiente escalón. Luego de este primer esfuerzo, comienza a levantar las piernas. Siempre el andador está apoyado un escalón por arriba del nivel de sus pies, y si bien parece subir con firmeza, hay momentos donde lo único que evita que ella caiga es un equilibro raro que se produce entre las patas del andador y sus hombros. La anciana queda suspendida unos segundos sin que se pueda saber qué es lo que está manteniéndola erguida. Desde donde él viaja no puede encontrar una respuesta, pero tampoco quiere quedarse mirando fijamente si no va a ir a ayudarla a subir. El chófer tampoco lo hace. Son solo tres los escalones. La otra mujer se queda detrás sin moverse, mantiene una distancia mínima con la anciana primera. No parece preparada para actuar si de pronto su compañera se tropezara y cayera. Pero otra vez sube sin mayores obstáculos, y ahí van las dos buscando asientos vacíos. Las ancianas se acompañan en el viaje y se sientan juntas, pero nunca conversan durante todo el trayecto. El ómnibus se pone otra vez en movimiento hasta llegar a Main Street. De aquí solo unas cuadras hasta que doble en la Avenida Martin Luther King y después de esto, si no sube mucha más gente, estará en el refugio en quince minutos.

Detrás de las dos mujeres ha subido una tercera, que él apenas pudo notar por ir tan concentrado en la escalada de la anciana. Ella es mucho más joven y él no la reconoce. No forma parte de los pasajeros habituales. Está muy abrigada aún para el invierno de Ohio y cuando termina de pagar su ticket, comienza a caminar hacia la parte trasera del bus. El contraste entre el frío externo y la calefacción del vehículo es palpable. Él lo nota de inmediato porque antes de que la mujer joven se siente en un asiento del pasillo opuesto al suyo, comienza a desabrocharse el abrigo. Debajo de él, ve que lleva puesto un uniforme de trabajo azul celeste. Probablemente se dirige al hospital que está dos paradas antes del refugio. La mujer joven es muy bajita y lleva el cabello negro atado por detrás. Cuando logra sentarse, tuerce un poco el cuello y mira hacia el costado, pero él ya está con sus ojos sobre el punto oscuro del vidrio. De uno de los bolsillos del abrigo enorme, la mujer saca un teléfono y lo apoya en sus rodillas.

En la siguiente parada, la puerta que está en el centro del bus se abre por completo. Sube un hombre en una silla de ruedas a motor. Maniobra en el poco espacio que tiene, moviendo una palanca roja que está sobre el apoyabrazos izquierdo de la silla. Sin demasiados problemas, logra insertar las ruedas sobre un cuadrado azul. La silla queda asegurada y es recién en ese momento que el hombre se saca su sombrero de lana. Se lo ve pobre, con una barba de días, despide un olor a tabaco rancio. Le falta una pierna y tiene una mirada como esas que es importante evitar en el bus. Los ojos son azules y están cruzados de venas rojas. Su silla está decorada con banderas del país y calcomanías con referencias a salmos bíblicos. Sobre la parte trasera de la silla hay un banderín acerca de una guerra de la que jamás participó. Usa lentes, y el muñón de la pierna cortada está envuelto en una frazada roja. Él cree que no lo ha visto antes, pero es probable que se hayan cruzado y en realidad no lo reconozca: no es el primero con esas características que ha visto en Dayton. El hombre de la silla de ruedas mecánica mira hacia los costados buscando interlocutores. Nadie cae en la trampa.

Un teléfono comienza a sonar. Es el de la mujer que va sentada a su altura. Ella lo levanta de su regazo y comienza a hablar. El sonido del motor domina todo dentro del interior del autobús y ella está hablando en voz muy alta sin darse cuenta. Está hablando a los gritos casi, en español. Él reconoce la lengua porque es también la suya. Va siguiendo el diálogo de la mujer, imaginando las palabras de la otra persona a partir de las respuestas que la pasajera da. Es otra forma de pasar el tiempo hasta que el bus llegue a destino.

El hombre de la silla de ruedas también está siguiendo la conversación, pero está claro que no comprende nada. El vehículo se detiene nuevamente y el ruido del motor se va apagando. La mujer no nota el cambio en la intensidad del sonido, y continúa casi gritando su conversación telefónica. En ese momento, el hombre del muñón y la frazada roja la mira exagerando su postura. Ella comete el error de mantenerle la mirada al de los ojos azules. El de la silla aprovecha esta atención y le dice: “Hey, are you speaking Mexican in Ohio?” La mujer primero no se da cuenta de que le están hablando, y vuelve a concentrarse en su llamada, pero bajando la voz. Pone una mano sobre su boca tratando de amortiguar el sonido. El de la silla repite la frase, con un tono más enfático del que no se puede disociar con facilidad el humor del desprecio. Ella, sin ponerse de pie, presiona el timbre del autobús y espera a que se detenga por completo. Baja sin mirar al de la silla de ruedas. Tampoco desatiende su teléfono. El de los ojos azules resopla teatralmente y lanza una carcajada como una red para ver si puede pescar a alguien más. Sentado

un escalón por encima del de la silla, él se queda pensando que ha acertado dónde trabaja la mujer que bajó, porque cuando el bus arranca logra ver la entrada del hospital. Sonríe por su acierto y cuando mira hacia delante, se topa con el hombre amputado que ha captado su sonrisa y con un tono mucho más agresivo que antes, casi que repite la frase previa: “Do you speak Mexican, too?”

Toca el timbre y se baja en dos pasos. Mientras escucha que la voz del de la silla se eleva cada vez más. No mira hacia atrás y apoya los pies en la vereda esperando que la puerta se cierre del todo. Se siente aliviado, pero sabe que ha descendido una parada antes de la suya. Deberá caminar rápido para cumplir el horario que se puso y no podrá llegar tibio al refugio.

 

 

***

Juan Vitulli nació en Rosario (Argentina) en 1975.  Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Obtuvo su título de profesor y en el año 2003 viajó a los Estados Unidos de Norteamérica. Pasó por Nashville, Tennessee, donde obtuvo una maestría y un doctorado en Literatura Española. Siguió viaje hacia el norte y se detuvo en South Bend, Indiana. Allí vive desde el año 2007, investigando y enseñando sobre el Barroco como profesor en la University of Notre Dame. Cuando su trabajo se lo permite, escribe lo que él define como literatura argentina de Indiana. Ha publicado dos libros: Uno de cuentos, Sur de Yakima (Corregidor:2019), por el que obtuvo Mención de Honor en el concurso Alcides Greca 2020, de la Provincia de Santa Fe; y otro de poemas, Primavera Indiana (Tren Instantáneo: 2020).

 

*La Biblioteca Salvaje. Conversaciones sobre literatura con Agustín Alzari.

 

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