No hay pueblo sin Viejo de la Bolsa. En La Carlota de los años ochenta ese papel lo tuvo el Toro Almirón. El músico y escritor Ber Stinco recuerda al hombre barbudo y de ojos enturbiados que también fue dandy, compadrito en el Uruguay, naviero de las pampas, gaucho y domador. Un rey de los perros de la calle que murió en una casilla pegada a su río a finales del ´91.
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Por Ber Stinco
Se morían los ´80. Mi primo Roberto y yo estábamos sentados en el cordón de la vereda frente a la casa de nuestros abuelos. Habíamos comprado en el kiosco unos chocolatines que traían calcomanías de los Thundercats. Era una mañana de verano y lo vimos venir. Rober se puso pálido. Yo le dije, asustadísimo: “Metele, que nos lleva”. Corrimos hasta la puerta y empezamos a subir la escalera a las zancadas. No teníamos más de 6 años y ese gaucho nos causaba terror. Barbudo, de ojos enturbiados, rodeado de perros y con una bolsa en el hombro.
El Toro Almirón era famoso, lo conocía todo el mundo en La Carlota, aunque en ese momento de decadencia homeless se podría decir que era tristemente célebre. Nosotros, por supuesto, también habíamos oído su leyenda, pero la versión infantil, que lo pintaba como una especie de viejo de la bolsa alternativo. En cambio los adultos manejaban una data mucho más jugosa; decían que había sido un bon vivant, que la despilfarró entre viajes, joda y la poética quimera de construir un barco para navegar desde el río Cuarto al Paraná. Decían, también, que había recorrido catorce provincias a caballo para llegar hasta la Casa Rosada, a entrevistarse con su amigo, el Presidente Perón.
El Toro lucía como un Cafrune viejo y en situación de calle, pero eso lo sé ahora que sé quién fue Cafrune. En esa época la imagen proponía un enigma, y yo lo relacionaba con algún villano de Titanes en el Ring. Como un primo malo del campo de Karadagian mezclado con Gargamel de Los Pitufos.
Don Luis Almirón había nacido en las primeras décadas del siglo pasado y legó de su padre un apodo y una cuantiosa herencia, los cuales a la postre resultaron claves para forjar su leyenda. Recuerdo largas charlas mentando al Toro en los recreos del Fortín Heroico. Todos mis compañeritos de primer grado le tenían miedo. Me atrevo a decir que a los que en los ochenta fuimos niños en La Carlota nos resulta imposible extirpar su cara y su nombre de aquella época.
Dicen que lo primero que hizo cuando tuvo dinero fue rajarse a Capital junto a un grupo de amigos, nada muy original, pueblerinos con ansias de encandilarse con las luces del centro. Pero Buenos Aires los cansó y terminaron cruzando el charco para instalarse como asiduos del casino de Montevideo. Fue tal el rigor que el bolsillo empezó a boquear, la herencia comenzó a achicarse y la comitiva encabezada por el Dandy de tierra adentro debió abandonar la banda oriental.
De regreso al pago un tal José Carranza lo tentó para construir un catamarán que uniría al modesto Chocancharava con el Paraná. El armador y financista fue nuestro héroe, quien soñó con surcar poéticamente su Mississippi criollo. Almirón liquidó su último resto en ese idilio náutico, que si bien no prosperó en los hechos logró agregar una de las páginas más doradas a su leyenda.
Ya en pampa y la vía, el Toro decidió cambiar de argumentos y salió a buscar otros rumbos. Algunos dicen que viajó detrás de una pollera, otros que partió para administrar un campo, los menos especulan con que se fue del país. Lo cierto es que en La Carlota hasta entrada la década del cincuenta le perdimos el rastro. Pero un día el hijo de este confín de la llanura volvió, esta vez como un gaucho hecho y derecho; cambió sus trajes por botas rurales, su célebre sombrero negro de ala ancha y un facón a la cintura.
A veces sueño que el Toro viene buscarme y yo sin preguntar nada me subo a un caballo y salimos a recorrer la pampa: caminos vagos, huellas de polvo y pastizales, remolinos de arena, liebres, peludos, iguanas y breñas resecas.
El caballo del Zorro se llamaba Tornado, el del Llanero Solitario, Silver y el del Toro Almirón, Chimango. Almirón había pulido su artesanía de domador junto al Chimango, que brioso le correspondía en el rebusque de llevar este privado arte gauchesco a la categoría de numero de feria. La coreografía empezaba desde un punto aéreo, abalanzado, donde la ductilidad y la comunión entre hombre y bestia encuentran su cenit. La resonancia inmensa de la soledad de la llanura descifrada en la energía del matungo en suspenso, buscando el cielo. La rápida parábola como un baile y el criollo veterano como director de ballet.
En los azares de la vida Almirón fue dandy, noche y partida. Fue compadrito en el Uruguay, naviero en las pampas, gaucho y domador. Fue nuestro viejo de la bolsa y monarca lumpen, rey de los perros de la calle. Murió en una casilla pegada a su rio a finales del ´91. Aventuras y excentricidades, la suya fue una vida donde hubo intención de belleza. Ni la perspectiva que da el tiempo logra ordenar los caminos. La lógica utilitarista reclama un orden, un supuesto significado que la existencia no tiene. El Toro anduvo siempre por donde esa absurda lógica del mundo es puesta en duda y todas las desesperaciones lo siguieron en círculos, como sus perros.