Opinión

Llevadxs por la corriente del Leteo digital

LITERATURA
30 de junio de 2021

Por Julia Enriquez

 

En los lejanos 2000, existió un meme —nuestras escrituras en las cavernas virtuales, pintura rupestre, fechable pero no con exactitud—, un meme de una gatita con un buzo violeta y lentes, llamada Hipster Kitty. El término “hipster” puede entenderse en varios sentidos: alguien a la última moda, o que procura ser cool, aunque deberíamos preguntarnos qué significa “cool”. Esta acepción en particular, según la personalidad y los comentarios de la gatita, refiere a alguien que tiene gusto y preferencia por cosas que la gran mayoría desconoce o ignora. De hecho, a Hipster Kitty solamente le interesa algo si nadie más lo conoce. Es el colmo del under, algunas de sus acotaciones o latiguillos son: “¿Discos? Yo solo escucho demos”, “Me gustaba el libro mucho antes de que el póster de la película se convirtiera en la tapa”, “Si un árbol cae en un bosque y nadie está cerca para oírlo... yo compraría ese soundtrack”. Alguien que dice apartarse del mainstream, la corriente principal, correntada que te va llevando y no sabés dónde terminás.

A veces temo convertirme en una hipster kitty, pensar que algo no me interesa porque mucha gente lo está haciendo. Valoro profundamente lo popular como construcción identitaria y celebración. Estuve en marchas y actos donde el cuerpo a cuerpo daba lugar a la masa, no le temo a lo masivo. Tampoco reniego o resiento que proyectos y figuras obtengan reconocimiento a gran escala. Pero algo me hace ruido... No quiero andar con la guardia siempre alta y terminar siendo una anti. Ser anti-algo no necesariamente te lleva a afirmarte. Haters, ¡ya no cuenten conmigo! Solo quiero elaborar un sentimiento, que tal vez compartan.

(Hipster Kitty duda de tu credibilidad indie)

Me suele pasar que un libro, una serie o una película demasiado manijeada no logra transformarse en objeto de mi entusiasmo. Rebalsa de recomendaciones, bien justificadas e incluso personalizadas, pero termino postergándola. Quizás la vea años más tarde, o nunca, y no me preocupa si jamás me llega —ya aprendí que no se puede estar en todas. Me cuesta encontrarme a solas con una obra cuando escuché tantos “está buenísima”, “te va a encantar”. Claro que hago lo mismo —cuántas veces criticamos y estamos espejadxs—, manijeo a mis amigues, insisto en compartirles ciertos intereses o descubrimientos, quiero traspasarles mi experiencia, mi sacudida, pero es imposible. Debería dejar que se sacudan por sí mismxs. Debería dejar que la obra les hable a su tiempo, como yo dejo que las obras me hablen cuando sea que podamos encontrarnos, con tranquilidad y dedicación, no necesariamente cuando estalle en reproducciones y seguidores.

Muchas veces se da que nos subimos a cierta ola, y está genial, nos emocionamos, reímos y lloramos en consonancia con miles de personas, pero la vida también tiene una urdimbre íntima, desfasada de ese “gran tiempo común”, incluso ahora que todes estamos en crisis, alguna crisis, en la pandemia, esa gran situación común. No hay duda de que las experiencias colectivas son constitutivas, pero están las narraciones mínimas, los canales alternativos a la corriente principal —hermoso mainstream, no te vayas a enojar—, las intervenciones anacrónicas en la sucesión de los días, aunque me parece que hace rato dejamos de creer en un curso lineal de la historia.

Un ejemplo, o una posible corroboración de este sentimiento —este saludable ejercicio de desfasaje— es cuando tenés un libro en tu biblioteca sin leer durante años, unos cuantos años, quizás no le prestás demasiada atención pero ahí está esperando con humildad. Lo compraste con el entusiasmo típico ante un libro nuevo, tan intenso como inestable, por recomendación de unx amigx o del librerx, o por pura intuición, algo llamó tu atención al hojearlo. Lo llevaste a casa y la vida siguió, pasaste a otra cosa. Lo empezaste pero te dispersaste. Ese libro puede quedarse en su rincón, imperturbable, durante muchísimo tiempo hasta que realmente pueda hablarte, hasta que se convierta en el libro que tenías que leer, ese y no otro. Necesitabas esas frases, y no otras. Cuánta paciencia tienen los libros, esto también nos enseñan: la confianza en que llegará la oportunidad para ser profundamente entendidos.

Una persona que escribe, que entra en el denso y sutil estado de la literatura, sabe que su ansiedad tendrá que esperar. Que la escucha llegará, pero que no se puede forzar. La literatura es algo así como una virtualidad arcaica. Nos conecta, pero la sincronía funciona de otra manera. Internet sería como la literatura acelerada, demasiado poco —lindo oxímoron, demasiado poco— tiempo entre pensamiento y publicación.

Este texto no pretende ser anti-redes, no pretende dar consejos ni indicaciones sobre cómo hacer un uso más saludable de esas apps. Estoy tan perdida como ustedes. Mis detox digitales han sido intermitentes y fallidas, pero no por eso infructíferas. Alejarme de ese plano —es decir: aflojarle al scrolleo— va haciendo lugar para que otros registros ganen o reconquisten terreno. Por ejemplo, la lectura, o por ejemplo, imaginen esto, ¡mirar un atardecer sin sacarle una foto y subirla! Ah, no quiero sonar sarcástica... A veces las redes sociales me aturden tanto que termino echándole la culpa a la tecnología, e intento imaginar una vida lejos de las pantallas...

Tiempo atrás, conversando con una amiga, me empecé a poner bastante anti-tecnológica. Evidentemente me sentía intoxicada, asediada por mi propio uso de redes, y empecé a despotricar contra los celulares, y ya se pueden imaginar el resto. Ella señaló: “Pero es genial que podamos recordar los versos de una canción y buscarla y hacer que suene acá en la terraza”. Seguir aquella senda anti-tecnológica y básicamente entregarme al romanticismo de una vida que no conocí, ni quizás conoceré, termina siendo la salida fácil: decir cómo las cosas deberían ser, y no más que eso. Lo que quiero es estar más presente, estar donde estoy, parece simple, ¡pero no!

En realidad sí conocí la vida sin internet. Una infancia sin internet. Ese es un recuerdo que como especie se nos irá borrando. Ya se está borrando. Pero no quiero caer en ese romanticismo nostálgico. De verdad me aburre.

Yo misma tuve que irme de este texto para poder seguir. Entre oración y oración, me fui a hacer otras cosas. Necesité cambiar de registro, sacudir mi lenguaje.

Hace un par de meses me fui de Twitter. Tenía la cuenta desde 2016, una pichona en realidad, pero durante 2019 y 2020 posteé una cantidad de enunciados desorbitante, una matemática de escritura que no me cierra, un despilfarro verbal. La red me despidió con una automática bienvenida. Te conduce de nuevo a la home page, página-hogar, suena bien, pero... Te invita a reingresar como usuario, ostentando: “Lo que está pasando ahora. Únete a Twitter hoy mismo”. Esa declaración me espantó. ¡Lo que está pasando ahora! No te lo pienso regalar. Salí despavorida. Esa red estaba empezando a obstruir el fluir de mi pensamiento. A algunxs quizás les haya pasado algo similar con otras redes, y seguramente haya muchxs que no se identifican con esta ansiedad, porque no soy más que una millennial embarrada en su época.

Mi mente se estaba plagando de estructuras sintácticas prearmadas, frases hechas o fórmulas, ¿memes textuales?, por mencionar algunos: “La superioridad estética y moral de X”, “Te mentí, no vamos a hacer tal cosa, vamos a...”, “Siempre del lado X de la vida”. Necesité cerrar ese caudal, ese mainstream que me supo divertir tanto. Cuando le comenté esta decisión a un amigo, me respondió: “[emoji de aplausos] twitter fuga ideas, te automatiza el lenguaje mal, te destruye la singularity”. Él continúa en esa red pero simplemente tiene otro uso o vínculo, digamos que mi relación con Twitter se había puesto muy tóxica.

Guardé el archivo de frases —la obsesión con el registro, otro tema para ahondar— y desde la relectura puedo distinguir ciertas ocurrencias que todavía me dicen algo. Muchas otras eran una manera de no quedarme afuera de la gran conversación, o de alguna conversación. Tantas olas a las que me subí, tantas a las que intenté resistirme... Pero nadie es más o menos piola, gatita hipster, según su uso de redes. Todes todo el tiempo estamos haciendo lo que podemos. No es solo miedo a quedarnos afuera de la conversación, es miedo a quedarnos solxs. Hay sinceras ganas de compartir, sobre todo ahora que estamos más distanciadxs. Es necesario redefinir un concepto tan clave como proximidad.

Estamos pensando nuevas formas de la proximidad. No podemos descansar en la idea de que la tecnología ya solucionó o empeoró definitivamente el problema, y dejar que nuestra suerte quede en manos de la celeridad del posteo. Si la virtualidad es como una literatura acelerada, entonces, el “soporte” podrá variar, pero nuestros lenguajes, densas sutilezas, no pueden ponerse en riesgo. Hace poco pensaba en la expresión inglesa Watch your language. Se usa para indicar que prestes atención a las palabras que elegís al expresarte, por ejemplo, para enseñarle a une niñe que no debe proferir insultos. Despojándolo de su sentido aleccionador, puede ser un buen consejo: observá tu lenguaje, cuidá tu lenguaje. Tu lenguaje, que te contiene y a la vez te abre a lo espontáneo. No debemos dejarnos llevar por el Leteo digital, el río del olvido —beberás sus aguas y no recordarás tus vidas pasadas—, un olvido ahora proveniente de la saturación, demasiadas imágenes, demasiados estímulos.

Desde el año 1936 pero con plena vigencia, en su encantador texto “El narrador”, Walter Benjamin se refiere a la importancia del aburrimiento para el arte de narrar, o podríamos decir, para cualquier acto creativo: Así como el sueño es el punto álgido de la relajación corporal, el aburrimiento lo es de la relajación espiritual. El aburrimiento es el pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia. Basta el susurro de las hojas del bosque para ahuyentarlo. Sus nidos —las actividades íntimamente ligadas al aburrimiento— se han extinguido en las ciudades... Con ello se pierde el don de estar a la escucha, y desaparece la comunidad de los que tienen el oído atento. Narrar historias siempre ha sido el arte de seguir contándolas, y este arte se pierde si ya no hay capacidad de retenerlas.

Aburrirnos —quizás otra forma de decir: hacerle lugar al vacío— para abrir paso a la experiencia. Si nunca nos aburrimos, si siempre hay estímulos, obturamos nuestra receptividad. Nos termina aturdiendo la urgencia, la actualización constante. No dejamos margen para que la memoria haga su trabajo, ni para que surja algo nuevo. Experimentemos también la vida en diferido. Preservemos nuestra arcaica telecomunicación, esos otros espacios de escucha, de escritura e inscripción, de encuentro y dispersión. Después de todo, las palabras fueron las primeras en permitirnos viajar muy lejos sin movernos, estar ahí y no estar al mismo tiempo.

 

 

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