Texto y selección de Daiana Henderson
Dibujos de Eva Costello
Para acercarse a Juan L Ortiz, lo mejor es ir al río. Salgo a caminar por Paraná, la ciudad en la que vivió la segunda mitad de su vida. Tras la preparación espiritual de los árboles proliferando hacia el parque, son infinitas las opciones para abordar la barranca. Voy en busca de un camino secreto que me mencionó un amigo, para reconocerlo debo hallar determinados árboles en un descanso de escalera. Allí los encuentro, dispuestos en una particular asamblea. El camino secreto no tiene demarcación, excepto por el trazado de pasto raleado por el paso de caminantes que insisten en su descubrimiento. Emerjo frente a la casa de Juanele, que es a su modo también un secreto, no hay placas, ni carteles ni bustos que señalen la ubicación emblemática, y quizá sea mejor así, las reverencias autorales nunca fueron de su simpatía. Las barrancas dejan a la ciudad “tendida en gracias onduladas hacia el gran río”. Juanele las llamaba también “colinas”, enmarcándolas en un paisaje superior que las contiene, inobservable desde ninguna perspectiva, el de la “república de Entre Ríos”, que conocía con tal vastedad y sutileza que era capaz de distinguir el matiz de verde preponderante en una ciudad respecto de otra, captando “la naturaleza esencialmente musical de todo paisaje”.
“Qué será de nosotros/ de aquí a doscientos años?/ Qué seremos ¡Dios mío! qué seremos?/ Dentro de cien,/ dónde estaré yo?”. Cien años han pasado de esos versos, ese futuro lejano e inimaginado es el presente desde el que los leemos. La propia fragilidad de la barranca ha protegido su existencia, impidiendo toda edificación. Basta adentrarse en ella para comprobar que siguen ahí esos pájaros, esos lapachos, esos sauces, esas tipas, esos álamos, esos niños corriendo en la orilla no privatizada, y también esos misterios dormidos de la costa, esas figuras fantasmales extremadas por la noche, lo inasible.
Algunas cosas han cambiado drásticamente para el desarrollo de sensibilidades poéticas: la intermediación de la naturaleza en la traslación y en las comunicaciones, la disposición al silencio, la destinación de las horas del día. Esto era una cuestión fundamental para Juanele, quien rechazó onerosas oportunidades laborales en Buenos Aires justificándose en que “necesitaba mis tardes libres”. Observaba cómo en nuestras sociedades las circunstancias de vida ejercen una “oposición o dicotomía violenta entre la vida y la poesía”, que le impiden al poeta “vivir en cierta elemental consecuencia respecto de los poemas”. Admiraba en cambio las culturas donde los poemas circulaban con fuerza anónima, ejerciendo una influencia oblicua en las personas, o donde lxs poetas eran valorizados por su rol comunitario y les era reconocida su necesidad de vagar. En contraposición, veía con cierto desdén el modelo del profesionalismo literario, basado en las vanidades de la figuración individual, que sirven para atenuar “la angustia de esa inseguridad que es permanente en el poeta”. Escribe a un amigo: “Yo la siento como una profunda necesidad, como la respiración misma, y a la vez inasible y fugitiva a pesar de la entrega más total, de la humildad más rendida, y de la inocencia más transparente que me es dado hacer en mí. Y tengo especial fe en la que no está escrita y que será vivida por todos como algunos ahora se impregnan de la del aire, de los árboles, del agua…”.
No hay dudas de que Juanele es, hoy, una figura nacional construida sobre la base de su mito: un poeta aferrado a su provincia, con una obra de una solidez estilística tan evidente como la de su conexión profunda con el paisaje, su piedra de toque. La vindicación de su figura es, digamos, conveniente para la cultura oficial, que al convertirlo en símbolo se exime de ciertas culpas y responsabilidades, entre las que podríamos mencionar: primero, las deudas de la centralidad porteña y su desinterés por la diversidad territorial; segundo, la cómplice evasión respecto a la actual emergencia ecológica que pretende subsanarse con ademanes laudatorios hacia la naturaleza, ejerciendo sobre la poesía un cierto extractivismo; y, por último, el compromiso de leer realmente una obra, especialmente una como la de Juanele, tendiente a la completa evanescencia, en donde sujeto y objeto se fusionan hasta perder identidad y volverse un solo curso en movimiento. Una poesía de la no fragmentación, sin finales, siempre dispuesta a empezar. “Un todo vivo que no admite separación alguna de sus elementos sin sufrir en su esencia más profunda”.
de El alba sube… (1933-1936)
Perdón ¡oh noches!…
Perdón
¡oh noches de octubre! claras, clarísimas
y quietas,
con las plantas mojadas de plata
dándoos su intimidad fragante;
con vuestro rocío, ¡oh noches!
con el viento
que agita las confidencias vegetales,
que agita los misterios dormidos de las cosas
y los mece en el aire como fúnebres paños.
Perdón, ¡oh noches!
de madreselvas y naranjos consumiéndose
en la ilusión antigua
de su florecimiento.
Apenas
si os he sentido.
Perdón, oh casas del pueblo,
profundas de historias secretas en la noche,
estáticas en el tiempo con vuestra fragilidad de ruinas.
Unas sombras viejas
que suspiran a las estrellas, asomadas a las rejas,
con el vals que se deshoja, allá lejos...
Casas viejas, viejas, en la luna.
He pasado excesivamente de prisa ante vosotras.
Perdón, oh mañanas
que con traslúcidos dedos,
alargados a través de las hojas y los pájaros,
habéis tocado mis párpados pesados,
y no os he respondido
para asistir a la revelación de las flores,
de la hierba brillante, del río deslumbrado...
Perdón, ¡oh tardes de las 3!
ligeras, ligeras, todavía,
frescas aún como acuarelas celestes.
Un hombre que va a pescar.
Una mujer vestida de blanco.
Las orillas del río, amarillas de flores.
Una nube en el cielo y otra nube en el rio.
Una sobrevida temblorosa de espejo...
Perdón, oh tardes,
que apenas os haya mirado.
Y a vosotros, atardeceres de octubre, tan sensibles,
"suite" silenciosa de qué extraños espíritus?
cuyo más mínimo movimiento
me penetraba todo,
perdón!
os he sido casi indiferente.
Noches, casas, mañanas, tardes,
crepúsculos:
cómo sustraerme al drama del hombre,
al drama del hombre que quiere crearse,
modificar el mundo,
cambiar la vida,
sí, cambiar la vida?
de El ángel inclinado (1937)
El río tiene esta mañana…
El río tiene esta mañana, amigos,
una fisonomía cambiante, móvil,
en su amor con el cielo melodioso de otoño.
Como una fisonomía dichosa cambia,
como una fisonomía sensible, sensitiva.
Orillas. Isla de enfrente.
Cómo danzaría la alegría allí,
cómo danzaría,
ebria de ritmo ante las formas de las nubes,
de las ramas, de la gracia de los follajes
penetrados de cielo pálido y dichoso!
¡Cómo danzaría la alegría allí!
Orillas.
Una mujer que va hacia una canoa.
Hombres del lado opuesto que cargan la suya.
Los gestos de los hombres y el paso de la mujer
y el canto de los pájaros se acuerdan
con el agua y el cielo en un secreto ritmo.
Un momento de olvido musical, un momento.
Un momento de olvido para nosotros, claro.
de El álamo y el viento (1947)
Sí, sobre la tierra...
Sí, sobre la tierra siguen flotando las imágenes
o los sentimientos a veces nostálgicos
de aquellos que la amaron o vivieron en su resplandor,
de aquellos a quienes este resplandor
los tocó en su hora, en una hora lejanísima,
–oh, los del “Libro de la Poesía”, oh, Li-Pó–
con una gracia eterna.
Sobre los juncos y los lagos, sobre los arroyos y las colinas y los sauces,
su errante corazón es una niebla ligeramente ebria.
Los amantes y los poetas sienten en esa niebla que todo sube hasta el canto,
que el canto viene de muy lejos, de muy lejos, y no muere.
Y no morirá.
Mientras exista la tierra.
Porque la tierra tiene una atmósfera,
y ellos son del aire.
Ellos son el sentimiento del aire, las lágrimas del aire,
el espíritu del aire iluminándose
como vagas lámparas hacia los confines.
Oh, arder en el amor de la tierra y de sus criaturas, de su criatura,
arder en la nostalgia de la total relación,
ser atentos, completamente atentos,
a los cuidados cambiantes y a veces paradojales del amor,
en la llama decisiva quemarse si ella estalla,
y pasar también, por fin, al aire de los paisajes y las almas,
como un fuego sutil que abra siempre para los desconocidos
que miren temblar las hierbas o se encuentren frente a su destino,
el cielo, el cielo puro y misterioso del canto…
Quién habla de la muerte? El aire de la tierra, los espacios humanos,
tiemblan de sentimientos y de imágenes nobles.
de El alma y las colinas (1956)
Invierno
–El viento llora, padre…
–Sí, alaridos como de vidrio…
–Sin nadie, padre…
–¿Igual que caminos, solos, de piedra?
–¡Entro en el viento, ay, padre, cómo silba!
–¿Dónde terminarán los silbidos, dónde?
–¿Es otro padre el viento, ay, fuerte, que me lleva
a sus arenas amarillas, hundidas?
–Hundidas en una ausencia deamasiado larga
y lastimada…
–¿Y qué es la ausencia, padre?
–El viento es un alma, hijo, desesperada…
–Desesperada, de qué?
–Desesperada de… aire sin fin… y de…
–¿De qué más?
–De fuga…
–Estoy vacío, padre, y a la vez en esos gritos…
–Las islas gritan también, oyes?
–¿Tienen alma también las islas, padre?
–Cuando hay mucha agua, ellas vuelan
y llenan toda la noche, ay, de heridas…
–Pero al río, mira, al río le han salido mariposas…
–Flores del viento…
–¿Pero el viento, verdad, traerá otras flores?
–Ay, él casi siempre las deshace, o son pálidas…
–¿Pero no alzará al fin la tierra verde?
–Y agitará banderas sobre los pájaros, sí,
mientras las islas se irán haciendo de cristal…
de La orilla que se abisma (1971)
Grillo en Marzo
Oh, solo de Marzo,
qué nos quieres decir, así, tan persistentemente, así
por encima del nadie
que palidece…
o desde allí, donde se hacina, apenumbrándose, y parece tener frío, él
a pesar de eso, frío, frío,
ya, frío?
Qué?… :
acaso que la flauta ha de asumir, crepuscularmente, el aire
que, sin aviso, no?
enajena a la eternidad
el silencio…
o que la propia caña, por otra parte, se debe a la vigilia o al peligro
de un hilo por quemarse
sobre las huellas mismas
de un ángel?
Qué?… :
que la hebra de los llamados, desde los milenios, continúa
sin recogerse jamás,
jamás, frente a los precipicios…
y que sí, a veces, no se oyen, no dejan, por eso, nunca, nunca, de tocar los oídos
que los esperan sobre la noche…?
Qué?… :
que la gota, siempre, tiene el tiempo consigo
para hacer que crezcan
raíces sobre el éter, y ramas, ramas, debajo del abismo…
y todavía
para abrir las alas de la piedra…
o que, multiplicándose hasta la avenida, sigue ella conservando, últimamente, la palabra
sobre las siete murallas
o la muralla que amasan y cimentan, y aún, encalan, los huesos de los siglos
con cadenas, ay, todavía?
Qué?… :
que algo igual a una sonrisa atraviesa los límites
y es, quizás, una florecilla
que sobrevive, por el anochecer, a su tallo…
y sigue flotando, flotando, más allá de la llama y más allá de la ceniza,
desde el “centro”, tal vez, de la “cinta”,
y del otro lado del miedo
y del terror mismo,
porque sería, ahora, una con la serenidad, y la ligereza y la alegría,
en la “línea” que no ondea
ya?
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