Me tocó del lado del sol.
Igual abro la cortina. Nada para ver
más allá de esa zamba melancólica de las nubes.
Sí, pagué mi boleto,
tengo que aguantar, quedarme despierta:
ya no puedo acostarme en el asiento de atrás
ni repetir hasta el fastidio
cuánto falta para llegar,
en qué pueblo estamos ahora,
avísenme cuando pasemos por abajo de un puente.
Nadie me señala ya
el arco de bienvenida,
ni el paisaje suena como canciones country
mientras el auto sube y baja:
la ruta se hizo recta pero puedo ponerle
la música que más me gusta. Si recuerdo
la vez que nos agarró la lluvia,
el sonido de la escena es un tema de los Clash:
corrimos entre alero y alero,
mientras te bañabas me puse
tus remeras con estampas, me vi
de cuerpo entero en el espejo.
Sería preciso a veces
como en los finales de algunas películas
escuchar esos primeros acordes
que al mismo tiempo abren y cierran,
no porque existan finales o principios
más bien para señalar que es
momento de entregarse tranquilo a la escena
como si el autor fuera otro.
La sombra de las nubes
Como el agua que a su paso se lleva
minerales, deja humedad,
nuestras miradas al filo
de la ventanilla pasan e intentan llevarse algo.
El paisaje transcurre.
Es una película sin protagonista
pero promueve una
identificación evanescente,
difusa. La llanura sigue pareciéndome,
de entre todos los tapices texturizados
que alfombran el camino,
una pantalla blanca,
la más pasible de proyecciones.
Cañón
Antes de que Celeste dijera
que Jésica era hermosa
nadie se había fijado
en los chicos de atrás: mudos,
sumisos y con vaho a lluvia
que dejaban estático del pizarrón al banco.
Esa mañana, la voz de Celeste levantó
como del barro de la pampa
la figura de Jésica.
Tenía el pelo almendra en las puntas,
la piel arcilla encerada,
Paraná los ojos.
Hoy nos tocó viajar en el mismo colectivo.
Le reconocí el pelo todo igual para el costado.
Sus tetas, en cambio, se hicieron maduras
y ni se mosquea con que en cada bache
se muevan de arriba abajo. Para no mirarlas,
saco un libro de la mochila. Al verlo,
lo sé, dirá, no que estoy leyéndome,
sino que me creo diapositiva viva, miniatura,
que el día a día y la distancia como una linterna
van a proyectar mi imagen amplia
alguna vez sobre un montón de piedra gris.
Pero yo veo sus tetas, cómo juega con el celular
sin siquiera perturbarse por el sonidito,
cómo se despreocupa naturalmente
de su hijo, que crece fuerte en el asiento de al lado
y pienso, no que no pudo hacerse grande
por un efecto de perspectiva
al largar un brote igualito a la tierra,
sino que todos los días debe leerse
en esos ojos que fluyen
al costado de la ruta.
Anaclara Pugliese nació en Arroyo Seco en 1989 y desde hace tres años vive en Rosario. Comenzó a escribir poemas a los dieciséis y desde los veinte publica sus textos en diarios y revistas. Es egresada de la carrera de Letras en la Facultad de Humanidades y Artes de la Universidad Nacional de Rosario y se desempeña como profesora de Lengua y Literatura en escuelas medias. En 2017 su libro La Sombra de las nubes obtuvo el primer premio compartido en el Primer Concurso Nacional de Poesía organizado por la Editorial Municipal Rosario.
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