El niño Ramón, el joven Ayala, el hombre de todos los tiempos. Una vida con la mirada alerta, con la actitud asombrada del poeta. Ramón Ayala recuerda y cuenta, y cuando lo hace, el lector sigue sus pasos en medio del paisaje, se detiene ante cada nueva inquietud.
Confesiones a partir de una casa asombrada (Serapis, 2015), se llama su reciente libro de relatos y dibujos. Allí Ramón Ayala -compositor, poeta, cantor y pintor- narra varios aspectos de su vida a partir de la niñez. Junto a la editora Julia Sabena y el difusor y músico José Luis Torres, Ramón estuvo en nuestro programa de radio para charlar sobre la publicación y otros temas.
“Este libro tiene como veinte años de formación, ha ido remansándose, quedándose, nutriéndose en el tiempo y ahora da su voz”, dice en el micrófono. Y en el primer texto del libro, fechado el 12.12.89, escribe sobre aquella casa de Misones:
“La pequeña pieza abría su penumbra hacia el patio, y una amplia estancia rectangular daba sobre la calle Rademacher oficiando de almacén en sus tres cuartas partes. En el extremo sur, un biombo de rústica madera ocultaba nuestro dormitorio. Allí dormíamos con Julieta, Osvaldo, Neguiño, Cambá… y yo, con mis siete añitos, encabezando la bandada de gurises en las primeras picardías y asomos a la vida”.
La infancia primero y después el viaje incesante: los mitos y creencias de su zona (El Pombero, los duendes), la llegada a Dock Sud con su madre y algunos de sus hermanos, los primeros trabajos, la entrada al ambiente de peñas, la guitarra y el canto, el chamamé y su creación; el gualambao, su participación en el trío Sanchez-Monges-Ayala y su posterior búsqueda como solista, la pintura, sus creaciones más conocidas (El cosechero, El mensú) , los viajes por el país y el mundo (Tanzania, Kenia, Uganda, Chipre, Libano, Kuwait), y la naturaleza inspiradora, son los temas de su libro.
“La vida fue escribiéndolo, la vida te fue llevando por distintos lugares” –dice Ramón-, y sobre el hecho de publicar recién ahora relfexiona: “No sé si será por aquello de que se debe tener respeto al libro, y respeto al público, y respeto a sí mismo. Es decir, madurar lo suficiente para creerse capaz de salir al mundo intelectual con una obra que tenga cierto valor, y no ser un atrevido como el caballo que se mete en una cristalería rompiéndolo todo”.
A su turno, Julia Sabenas comenta que como “admiraba su obra musical y pictórica”, y habiendo escuchado su poesía, teniendo una editorial se dijo “quiero publicar a Ramón”. Sobre el tono del libro opina que “es una mirada de la memoria muy presente, esa mirada asombrada hace que parezca casi contemporáneo el relato a cuando se está escribiendo, tiene que ver con el impresionismo justamente”.
En esas coordenadas Ramón reflexiona: “A veces la realidad supera la fantasía. Hay cosas increíbles que parecen brotadas del misterio, y son reales, te pasan a vos. Entonces lo importante es tener la capacidad de asombro para poder capturarlas, conmoverse ante hechos que parecen simples pero que son asombrosos”.
“Nadie más que uno puede contar y sentir lo que ha sentido antes; los miedos, las alegrías y tristezas, las impresiones de la tierra y el paisaje, las voces de la tierra. Porque cada uno tiene su propio color y la manera de ver el paisaje, y eso es lo que debe llegar a la gente, porque es una vibración especial todo”.
De la guitarra alfombra mágica al solista gozador de la vida
Habiendo empezado a tocar la guitarra alrededor de los catorce años, Ramón Ayala cuenta en Confesiones a partir de una casa asombrada que el instrumento “fue la alfombra mágica”, ya que le “permitió conocer la Argentina, desde Catamarca hasta la lejana Tierra del Fuego, junto a la voz y la persona de Margarita Palacios”, en pleno gobierno de Juan Domingo Perón.
Más adelante, en el relato “El Chamamé”, dice que luego fue llamado por el bandoneonista correntino Damasio Esquivel “para integrar la orquesta que fuera del célebre cantor paraguayo Samuel Aguayo”. “Ingresé, entonces, a la noche del baile y las mujeres que como mariposas nocturnas convivían en el ámbito. La orquesta sonaba en la zona folklórica del Palermo Palace de la calle Godoy Cruz, casi sobre Santa Fe. Allí compartíamos momentos imborrables con artistas del Paraguay, algunos exiliados por ideas políticas, otros perdidos por el vientre de la gran urbe en el anhelo de una trascendencia fundamental para su arte”.
“El chamamé, como un ser proscripto de los salones suntuosos, se refugiaba en las bailantas del Teatro Verdi de la Boca, El Monumental de Flores, El Kakuy, El Palermo Palace y otras bailantas con las «cordionas» y los bandoneones del Cuarteto Santa Ana, Ramón Estigarribia, Rulito Gonzales, Tránsito Cocomarola, Ángel Guardia, Mauricio Valenzuela, entre otros”, rememora Ramón en el libro.
Su paso siguiente fue la participación en el trío Sánchez-Monges-Ayala en los “tiempos de Los Panchos, Los tres Ases y Los Calaveras de México, según recuerda en el relato “El trío”.
Sobre el rol del misionero en esa formación, José Luis Torres aporta en algún momento de la nota radial que Ramón “en el trío no solo tenía la misión de cantar, sino que era la primera guitarra con púa hacia arriba y hacia abajo. Era increíble verlo cantar y haciendo trinos sin mirar la guitarra, como los cuyanos. Tiene muchas influencias muy ricas”.
Luego de un tiempo de éxito, viajes y grabaciones junto a sus compañeros, al cantor y poeta lo empezaron a inquietar “otros horizontes”. Para 1960 el creador del litoral ya había compuesto algunos de los temas que se convertirían en clásicos. Después de convocar a Nelson Tacunao para que ocupase su lugar en el trío, Ramón se recluyó a forjar una nueva personalidad artística.
“¿Sabés por qué? Yo he descubierto que tenía inclinaciones y resonancias interiores, que me llevaban hacia el libro, a la poesía, que me llevaban al pensamiento y la reflexión. No era solamente el vestirte de smoking, meterme el maquillaje y salir a conquistar niñas. Ya se me había pasado ese momento, y esa era un poco la característica del trio. Dije “este no es mi destino”, prefiero fracasar heroicamente como Ramón Ayala solista y no triunfar de una forma en que yo no estaba de acuerdo”, nos dice.
“Después de eso desaparecí, me eclipsé del ambiente trienal y empecé a trabajar la guitarra con la mano, con los cinco dedos de la mano derecha. Empecé a crecer en ese aspecto y a crear obras; ya El Mensú estaba creado, El Cosechero, ahí nació Posadeña Linda, y una cantidad de obra que empezó a crecer junto con el ejecutante.
Yo tenía ganas de ¿Sabés qué?... no ser un Atahualpa Yupanqui, sino ser un cantor del litoral pero con profundidad, no andar por la superficie de la cosas. Cantar verdaderamente a la tierra con toda su voz, con todo su sabor, su color, su hondura. Para eso necesitaba otro ámbito doméstico, que no era el del trio. Tenía otro enfoque de la vida, que era el que me pertenecía”.
“Yo no soy un tipo que ambiciono tener un nombre y vivir pendiente de él y explotarlo, yo quería realizarme como ser humano, un veedor de la vida, un gozador del acontecimiento de la vida”.
Escuchá la entrevista completa
El Mensú
Desde un brazo del Riachuelo, oscuro de petróleo y barcos que no partirían jamás, como un sargazo suburbano, regresábamos del Dock Sud hacia la Isla Maciel. El violín dormía en su falda, y meditaba mi hermano Vicente, dejando volar su pensamiento hacia nuestra pequeña patria de selva y tierra roja. De pronto le dije, arrancado de voces rumiadas largo tiempo en búsquedas de nombres y sonidos para expresar el paisaje y el hombre, entonces, «debemos crear una canción que abarque al ser de la tierra misionera, hablar de sus distintos oficios, de sus alegrías, de sus angustias.» Sería el hachero, el cachapecero, el jangadero el…, cuando algo, una forma con un gran «raído» sobre los hombros, bajo un túnel de hojas en la selva, sufriente, me venía por las venas… ¡No cabía duda de que lo que hiciéramos debería denominarse «mensú»! Comenzó la melodía con olor a yerba mate acomodándose en el pentagrama imaginario.
Pero faltaba, entonces, el eje. El hombre y su drama brotado en el poema y… ¡cómo decirlo! Lo importante, siempre, es el cuidado del «cómo» más que del «qué» se hace. Pues el conocimiento, el oficio, es tan importante como la inspiración para llevar a cabo la obra verdadera. Los pilares con que se construye el habitat para que la casa sea confortable y duradera. Ello se logra únicamente con la capacitación, que sostiene al talento. No repetir, no caer en lugares comunes, buscar la originalidad. Para cantar al hombre era necesario convivir con él, respetarlo, sentirse parte del cuerpo vital del ser, en el conglomerado humano. Arder con su corazón por los obrajes, las fábricas, las angustias, los sueños, la injusticia, los derechos del trabajador, transitando la historia. Lo mismo que cuando se canta al amor, con toda la entraña y el temblor de la vida.
Y así nació la obra, desde adentro, desde el monte y la sangre. Julio Molina Cabral, pintor y cantor popular fue quien, primeramente, llevara al disco El mensú. Luego el trío Sánchez Monges Ayala, más tarde Show Moreno, Ramona Galarza, Horacio Guarany, Alberto Cortez y otros en la Argentina y en el exterior. Nuestro trío estaba en su apogeo y fue p una invitación del flamante gobernador de Misiones, Don César Napoleón Ayrault que regresé a mi tierra colorada. La húmeda palpitación del paisaje tenía palabras antiguas que respondía mi corazón.
El río cercano, la tierra bermeja, el aire cálido eran abrazos que emergían desde la niñez en sus raíces vivas. Para un pintor, Misiones significa el color en su dimensión cumbre. La selva, el río, las formas particulares, los bordes del peligro y el hombre con su selva humana, en un viaje hacia lo desconocido, en el paisaje tremendo, constituyen apetecibles fuentes.
Para un poeta, un escritor, el misterio oculto en cada picada, en cada recodo de la selva con sus habitantes vigorosos en personalidades diversas, es materia alucinante. Esto lo entendió muy bien aquel rumboso fotógrafo que llegara un día a San Ignacio acompañando al célebre Leopoldo Lugones, quien por contratos con el Gobierno debería escribir una obra sobre la vida de los jesuitas. Esta obra se llama-ría, luego, El Imperio Jesuítico.
El fotógrafo de marras era un enamorado de los maestros del cuento y tanto Kipling como Edgar Allan Poe habitaban en su sangre. Había nacido en la ciudad de Salto, Uruguay y jamás sospecharía que su alma iba a quedar prisionera de la selva misionera. Se llamaba Horacio Quiroga y el escenario donde llevaría a cabo sus obras cumbres se extendía ante sus ojos.
El artista no debía aquí inventar nada, pues todo estaba plasmado por la fuerza de la naturaleza. So-lamente debía aprehenderlo en la trama de su ta-lento. Mis retinas habituadas ya al gris del cemento, dieron, de pronto, con la iridiscencia y el color en su punto más alto. El verde y el rojo establecían un diálogo permanente exaltando los grises y los violáceos, en la magia. Este drama del rojo y el verde ingresó como una constante en la trama de la canción. Una llama de pasión en la que el hombre consume su vida, de la misma manera que el urú, circulando en la jaula de tacuara. Esta jaula se llama barbacuá, de piso cóncavo, y sobre él, esparcida, la yerba mate con suficiente fuego debajo para el buen deshidratamiento, que procesa el vegetal. Hombre y yerba mate secándose en el vapor húmedo del monte.